viernes, 9 de octubre de 2009

El Prisionero del jardín grande de Salvatierra por Pascual Zárate

La ciudad no tiene grandes y sólidos edificios, ni en sus alrededores sucedieron hechos que valgan la pena nombrar en la historia, pero escribo sobre ella porque en su centro, en su corazón, a pesar de haber sido arrancado de sus calles a temprana edad, dejé amigos y me lleve en la memoria aventuras e inocencias, recuerdos todos de infancia que me acompañaron en mi rodar por los caminos del mundo y, de vez en vez, me impulsaron a regresar a sus calles.



Entre sus pertenencias más apreciadas está un jardín, repleto de vetustos robles mutilados, atrapados en artificiales formas rectangulares, que podo follaje ofrecen de abrigo a las aves que retornan al atardecer a sus aéreos nidos. Este jardín es el lugar donde por fin dan las últimas respiraciones, ya roncas y cansadas, los hombres que han cruzado la frontera que los separa de de su madurez y juventud. A ellos ya sólo les resta dormir mientras esperan pero escogen como escenario postrero de su vida los corredores, los vigorosos robles y las tiernas rosas del jardín. Sin embargo, hay una excepción entre tanto marchito anciano, es un joven rubio de facciones teutónicas, quien por los atardeceres se desliza entre los rincones del jardín con paso veloz y rostro meditabundo, gustando platicar con quienes sean capaces de entender sus confusos conocimientos de psicología, lógica y filosofía, los cuales,
--sacrificando parte de las noches y de las mañanas, encerrado en su cuarto,-- ha logrado arrancar de los libros quietos y mudos heredados de su padre.



A sus 34 años, solo y casi olvidados, con dos tumbas a quien cuidar, distante de hermanos y parientes, con apenas un puñado de amigos con quien conversar, se le van las horas imaginando viajar por el mundo.



Pero su vida no carece de sentido, con tanto ocio y vagancia, mal comiendo del producto del alquiler de unas casas, se le antoja que tanto sufrimiento no debe olvidarse y escribe. A veces hace cuentos y a sus amigos los convierte en personajes centrales de sus ficciones, tiene tantos cuentos como amigos posee.



Una mañana de domingo, mientras desde el kiosco emanaba una música instrumental, suave y cadenciosa, como el andar de una mujer que se desea al verla caminar vestida de azul, lo encontré sentado, cruzadas las piernas y fumando abstraído. Estuvo largo rato sin verme, lo hizo hasta que le pedí un cigarro. Su ensimismamiento lo abandonó poco a poco y me dijo, pasado un rato: "Estoy prisionero en este jardín, no conozco otras ciudades y a la casa sólo me paro en las noches. La gente se pasea aquí y es raro el que me saluda, en cierto modo me parezco a esos viejos olvidados. Me sucede que cuando paso tiempo sin mirarme en el espejo creo tener canas y arrugas. A mis manos las contemplo por horas enteras y no las siento como mías. Sé que estoy condenado a no vivir más allá de esta tumba de arboles y flores".



Tanta tristeza no le conocía a nadie que no fuese él. Cuando me despedí, me fui de su lado, desilusionado por no haber podido decirle que se olvidara, que las cosas no eran tan fatídicas. Dejé la ciudad al día siguiente, mi ausencia se alargó tres meses. En marzo me encontré nuevamente platicando en un cafe de la ciudad y se me ocurrió visitar al que se creía un prisionero. Estuve dando vueltas en el jardín, sin resultado alguno. No estaba. Se me ocurrió pensar que tal vez se había fugado. De pronto vi una ropa y unos zapatos que me eran familiares, seguro, pensé, eran las del prisionero pero quien estaba metido en ellas era un anciano nonagenario, pálido y barbón quién tenía apoyadas en un bastón de madera, una manos lozanas, que seguramente no eran suyas sino de alguien que tuviese 34 años.

1 comentario:

Unknown dijo...

Muy bonito tu blog Pascual. Felicidades y saludos. Gracias por compartir.